Cuando pisé Cambados por primera vez, no tardé ni cinco minutos en darme cuenta de que aquí la comida es mucho más que un simple trámite; es una religión, un arte y una excusa para reunirse, y las mejores tapas en Cambados son la prueba viva de que los bocados pequeños pueden encerrar un mundo de sabor. Este pueblo, con su olor a mar y sus calles que parecen sacadas de una postal, se ha ganado un sitio en el mapa gastronómico gallego a base de reinventar lo de siempre con un cariño que se nota en cada plato. Mi primera parada fue en una taberna cerca del puerto, y desde ese momento supe que estaba perdido: un trocito de pulpo con cachelos y un vino blanco me hicieron entender por qué la gente viene de lejos solo para comer aquí. Es como si cada tapa contara una historia de la ría, de los pescadores y de las cocinas que llevan generaciones perfeccionando lo simple.
Los ingredientes frescos son el alma de las mejores tapas en Cambados, y aquí no se andan con tonterías: lo que sale del mar o de la huerta va directo al plato con una naturalidad que te desarma. En un bar de la plaza de Fefiñáns, probé unos berberechos al vapor que eran tan tiernos que casi se deshacían en la boca, con ese punto salado que te recuerda que están recién pescados a pocos metros de donde estás sentado; el camarero me dijo que los habían traído esa misma mañana, y no me extraña, porque el sabor era como meter la cabeza en el Atlántico sin mojarte. Luego está el marisco, claro, como las zamburiñas gratinadas que me sirvieron en otro sitio, con una salsa de ajo y perejil que te hace cerrar los ojos para saborearla mejor, o los mejillones en escabeche que mi amigo Luis pidió y que tenían ese equilibrio perfecto entre ácido y dulzón que te deja pidiendo otra ronda.
Las presentaciones creativas son lo que hace que estas tapas no sean solo comida, sino una experiencia que te engancha desde que las ves llegar a la mesa. En una tapería moderna cerca de la iglesia de San Benito, me pusieron una mini tosta de sardina ahumada con un pegote de queso de Arzúa que parecía una obra de arte: el pan crujiente, la sardina con ese toque ahumado que te transporta a una fogata en la playa y el queso fundido que se estira como si quisiera escaparse del plato. Mi prima, que es más de dulce, flipó con una tapa de vieira sobre una crema de coliflor que le sirvieron en un sitio más pijo; la concha hacía de plato y la vieira venía con un hilo de aceite de pimentón que le daba un color y un sabor que eran puro Cambados. Es como si los cocineros jugaran a ser artistas, pero sin olvidarse de que lo importante es que te chupes los dedos.
La ruta imprescindible para probar las mejores tapas en Cambados es como un tesoro que vas descubriendo paso a paso, y yo me hice la mía propia después de preguntar a los camareros y a algún que otro vecino que se animó a soltar sus secretos. Empecé en O Bocadiño, donde el pulpo a feira es tan tierno que parece que se deshace solo, y seguí por A Taberna do Trasno, un sitio pequeño pero con una tortilla de camarones que te hace suspirar con cada bocado; la masa crujiente y los camarones diminutos eran como una fiesta en miniatura. Luego me dejé caer por Casa Rosita, donde las navajas a la plancha con un chorrito de limón me recordaron por qué el marisco gallego no tiene rival, y terminé en O Rincón, con una empanada de xoubas que era tan jugosa que casi me pongo a aplaudir al cocinero. Cada sitio tiene su magia, y moverte entre ellos con un albariño en la mano es como un peregrinaje gastronómico.
Pensar en cómo Cambados convierte lo cotidiano en extraordinario con sus tapas me tiene enamorado de este lugar. Entre los ingredientes que saben a mar, las presentaciones que te alegran la vista y esa ruta que te lleva de bocado en bocado, es imposible no caer rendido a esta tradición que se siente viva en cada esquina. Es un placer sencillo que te llena el estómago y el alma, y cada visita me deja con ganas de volver por más.