Hay personas que disfrutan cuidándose y hay personas para las que cuidarse es un suplicio. Mi abuelo fue del segundo tipo. Él se curtió en los tiempos en los que fumar era de ‘paisanos’ y una pinta de vino (o dos) después de trabajar era la medicina obligada después de salir de trabajar. Se comía lo que daba la tierra o lo que había en el mercado. Y, al contrario de lo que nos venden los hipsters de hoy en día, tan fanáticos de lo “natural”, en el mercado de los pueblos tradicionales no todo era alimentos 100% saludables, además de que no había dinero para una alimentación equilibrada y variada…
Si ese año se echaba a perder la cosecha de verdura, pues se comía menos verdura y había que tirar de otros alimentos imperecederos. Mi abuelo me contó muchas historias de lo “bien” que se vivía en la época de posguerra sobre todo con el tema de la alimentación. Pero él tampoco fue mucho de cuidarse, como dije.
Murió de cancer de prostata con poco más de 70 años. Joven para las generaciones actuales, pero dentro de lo normal para la suya. Al principio, cuando recibió la noticia, tampoco varió mucho sus costumbres. Él era de ideas fijas, pero además lo hacía porque era lo que quería hacer. Puedo poner de ejemplo su afición al tabaco. Si bien es cierto que cuando él empezó a fumar todavía no había estudios que certificasen que era perjudicial para la salud, más adelante tampoco quiso dejarlo. Y su explicación era contundente: “voy a vivir peor si lo dejo”.
Y siempre me ha parecido una idea a debatir que puede aplicarse al tabaco o a otros vicios. Para una persona que no está acostumbrada a una vida sana, cambiar de hábitos puede ser muy complicado. Puede ser peor el remedio que la enfermedad. Decía que le gustaba fumar y que no iba a dejar una de las pocas cosas que le gustaban.
Y cuando llegó la noticia de que tenía cancer de próstata lo vivió como otra fase más en su vida: con aplomo y sin cambios de humor. Sí que al final hizo caso al médico con la alimentación pero siguió con sus pitillos hasta el final.