Dos cocinas, dos mundos diferentes. Y una explicación: la luz. Vengo de una familia en la que la cocina era uno de los espacios más frecuentados de la casa, lugar de encuentro, conversación y de vez en cuando, por qué no, discusión. Mi familia hacia más vida en la cocina que en el salón, al contrario que sucede en otras casas.
Y creo que era así también porque era uno de los espacios más agradable de la casa gracias a su luz natural. Al estar orientada al sur recibía una importante cantidad de sol a lo largo del día, y eso, cuando vives en un lugar del norte de España donde llueve bastante y las nubes son costumbre, se agradece mucho.
Por el contrario, el salón estaba orientado al norte. Además era un primero con el edificio de en frente bastante cerca. ¿Resultado? Nada de luz natural. Así que apetecía estar más en la cocina, aunque fuese un espacio más pequeño, que en el salón.
En realidad, cuando yo todavía vivía en casa de mis padres, no había pensado en nada de esto. Solo me di cuenta de la importancia de la luz natural (y de la razón por la que todos preferíamos, por inercia, la cocina) cuando viví en una casa cuya cocina era un infierno. El dueño siempre hablaba de reformar cocina, sobre todo la zona de la meseta y los fogones porque estaba bastante deteriorada, pero nunca daba el paso.
Pero lo peor de aquella cocina no era la meseta, era su aislamiento. Yo no estaba acostumbrado a los espacios sin ventanas. Ya no digo que no recibiera luz natural, es que no tenía ventana… Había vivido en otras casas, también pequeñas, pero hasta ese momento nunca me había encontrado con aquello: una cocina minúscula y aislada.
Así que cuando nos mudamos de allí, una de nuestras prioridades era volver a disfrutar de la luz natural en los fogones. Irónicamente, luego me enteré de que en cuanto me fui, el dueño de mi anterior casa decidió reformar cocina… Pero me dio igual, ahora estoy contento otra vez porque mi nueva cocina recibe un montón de luz… A veces tanta que tengo que bajar la persiana. Pero lo prefiero así…